Una estrella se apaga en el firmamento de la cultura cubana.
Es difícil saber dé qué materiales se hace un genio. ¿Qué componentes mágicos añadió Dios al barro primigenio para dar vida a Carlos Ruiz de la Tejera? ¿Qué dosis de talento, de polvo sideral, de simpatía, de histrionismo, de grandeza, de clase, de humor, de gracia? ¿Cuantos puñados de polvo de hadas, de cubanía, de sentido del humor, de luz de luna, de ganas de vivir? ¿Una pizca quizás de locura, un chorro de poesía?
Quizás ni Dios mismo es capaz de recordar la receta con que lo creó, porque hombres como este no nacen todos los días. Son obras de arte de la creación, nacen en instantes mágicos en que Dios está inspirado, bendecidos por la gracia divina y son piezas únicas, magistrales e irrepetibles, de colección.

Cuba entera se entristece con su partida, y nos quedamos sin saber cómo llorarlo. ¿Cómo llorar a un cómico? ¿Si no nos enseñó a llorar más que de risa? ¿Cómo lidiar con el dolor de su partida?
Ahora que el telón ha caído, y el show ha terminado, despidásmolo pues, a la manera en que vivió, como se despide a un gran artista: Con el más fuerte de los aplausos, con una admiración y un respeto genuinos, con orgullo de cubano, con calor de pueblo. Pongámonos de pie, quitémonos el sombrero y demosle el más hermoso de los regalos, el más imperecedero, el más grande de los reconocimientos, el homenaje más genuino y merecido, el amor de todo un pueblo.
Y recordemos siempre que eso no es todo, porque aunque le demos hoy el último adiós a Carlos Ruiz de la Tejera, no partirá hacia el olvido, sino hacia la historia, hacia la inmortalidad, hacia el corazón y el alma de cuba.
Adios, amigo.