La felicidad
No existe palabra con más acepciones;
cada uno la entiende a su manera.
Cecilia Bohl de Faber
Cuando era niña creía que la
felicidad radicaba en casarse con el príncipe, irse a vivir al castillo y comer
perdices. Este concepto extraído de los cuentos infantiles que comenzaban con la
magia del “Había una vez” y concluían con el clásico: “felices para siempre” me
hizo suponer que conseguir la felicidad era bastante sencillo, solo había que
derrotar a la bruja malvada, matar al ogro o destronar al usurpador. Tan fácil
era que no era necesario hacer nada. En mi rol femenino solo tendría que besar
a la rana o agitar un pañuelo por la ventana de la torre para denunciar mi
condición de damisela en apuros.
Después del S.O.S. de carácter
medieval como por arte de magia aparecería en mi auxilio el príncipe azul en su corcel para rescatarme y matar al dragón. Una vez hecho
esto, emprenderíamos el viaje a su reino
donde nos darían un gran recibimiento entre campanas de fiesta, pétalos de
flores y vítores de júbilo. Acto seguido tendría lugar la ceremonia de la boda
real, una gran fiesta con cantidades ingentes de cerveza y carne de ciervo asada
para todos los súbditos. (Y no hay que olvidar que para cualquier problema que
se presentara siempre podría contar con la ayuda invaluable de las hadas).