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viernes, 6 de junio de 2014

Ensayo sobre la felicidad

                                           La felicidad

                 
No existe palabra con más acepciones;
cada uno la entiende a su manera.
Cecilia Bohl de Faber
Castillo Disney


Cuando era niña creía que la felicidad radicaba en casarse con el príncipe, irse a vivir al castillo y comer perdices. Este concepto extraído de los cuentos infantiles que comenzaban con la magia del “Había una vez” y concluían con el clásico: “felices para siempre” me hizo suponer que conseguir la felicidad era bastante sencillo, solo había que derrotar a la bruja malvada, matar al ogro o destronar al usurpador. Tan fácil era que no era necesario hacer nada. En mi rol femenino solo tendría que besar a la rana o agitar un pañuelo por la ventana de la torre para denunciar mi condición de damisela en apuros.

Después del S.O.S. de carácter medieval como por arte de magia aparecería en mi auxilio el príncipe azul en su corcel para rescatarme y matar al  dragón. Una vez hecho esto,  emprenderíamos el viaje a su reino donde nos darían un gran recibimiento entre campanas de fiesta, pétalos de flores y vítores de júbilo. Acto seguido tendría lugar la ceremonia de la boda real, una gran fiesta con cantidades ingentes de cerveza y carne de ciervo asada para todos los súbditos. (Y no hay que olvidar que para cualquier problema que se presentara siempre podría contar con la ayuda invaluable de las hadas).



Cuando terminó la infancia con toda su magia y comencé a vivir la etapa de la rebeldía adolescente comprendí que ser feliz era algo muy difícil de conseguir, y que dependía de muchos factores ajenos a mi voluntad. Era necesario que determinado muchacho se fijara en mí, ser aceptada por un grupo de adolescentes crueles, obtener buenas calificaciones, y finalmente que mis malvados padres me dejaran salir el fin de semana. (Aunque perduraba en mí un tardío brote de fantasía al imaginar que era  la cenicienta cuando tenía que realizar labores domésticas para que me dejaran ir al baile.) 

Una vez alcanzada la adultez y con ella las responsabilidades y vicisitudes de la vida, abandoné todo concepto fantástico y poético acerca de la felicidad, porque la vida real te arroja al rostro un montón de situaciones en las que se nos obliga a poner los pies en la tierra y abandonar los sueños. Entonces me di cuenta que la felicidad era tan inalcanzable como las estrellas que aunque parecen tan cercanas por más que extendamos las manos nunca las podremos ni siquiera rozar y los pequeños retazos felices son tan raros como los cometas que surcan el espacio sideral dejando tras de sí la estela de polvo cósmico del recuerdo y se te escapan con la misma facilidad con que huye el agua entre las manos y es inútil intentar retenerla
.
Hubo algunos momentos felices a lo largo de mi vida, pero nunca reflexioné el respecto con hondura suficiente, nunca tuve un ánimo propenso a los desvaríos filosóficos ni una actitud derrotista ante la vida ni siquiera una fe religiosa que me llevara a cuestionar el destino o la justicia divina. Por lo que nunca me esforcé demasiado en tratar de definir la felicidad, ni siquiera en alcanzarla. Me limité a tomar a vivir la vida como venía y aceptar lo que me brindaba siguiendo mayoritariamente el buen consejo de la sabiduría popular con aquello de: “Lo que te den, cógelo”.
Smiley, Rossana Oliva Reinés
Así fue hasta el día de hoy en que emprendí la tarea de escribir un breve ensayo para el taller literario que dicta Modesto Milanés. Elegí el tema de la felicidad creyendo que sería el más fácil de los tres que nos fueron dados para la tarea, pero no fue hasta que comencé a investigar que comprendí la dificultad que entraña intentar escribir sobre ella porque  aunque desde el principio del tiempo ha sido cantada, poetizada, sacralizada, en ese maremágnum que es el inmenso caudal de la cultura universal, descrita hasta la saciedad en un cúmulo casi infinito de tratados filosóficos, y en montones de libros de auto ayuda o lo que llama Gustavo Bueno en su libro “El mito de la felicidad” con un matiz un tanto despectivo” Literatura de la felicidad”

La felicidad es difícil de definir, al menos para los que no somos grandes pensadores, porque es un concepto subjetivo y  variable según los cánones de cada cultura, cada sociedad e incluso cada individuo. En la mayoría de los casos está ligada al éxito, la riqueza, el status social, la belleza física, y el amor. Pero también depende de muchos factores, como pueden ser la salud, la espiritualidad y los anhelos personales debido a lo cual ni siquiera tenía idea acerca de cómo empezar.

Obedeciendo otra vez la sabiduría popular me pregunté. ¿Por dónde le entra el agua al coco? Pues ¿Por dónde iba a ser? Por la raíz. Y las raíces de las palabras solo se pueden encontrar en uno esos mamotretos enormes y aburridos para mucha gente que son los diccionarios, en mi opinión imprescindibles.

El Gran Diccionario Larousse de la lengua española la define como el estado de ánimo de quien recibe de la vida aquello que espera o desea; el sentimiento de satisfacción y alegría experimentado ante la consecución de un bien o deseo y la falta de sucesos desagradables en una acción.

EL mismo diccionario me ayuda a comenzar en mi tarea de desentrañar el misterio de la susodicha palabreja a través de su raíz etimológica: el latín felicitas, que a su vez se deriva de felix o phoelis, que significa fértil o fecundo.

La felicidad como otros muchos vocablos provenientes del latín tiene sus raíces en el mundo vegetal ya que los romanos, herederos de la cultura griega en cuyos hermosos mitos proliferaron divinidades de la naturaleza concedían al mundo agrícola vital importancia. En este caso  asimilaron la idea de la fecundidad a la felicidad. Los antiguos poetas romanos hablaban del "arbor felix" para referirse a un árbol que daba muchos frutos mientras Plinio decía que los arboles que no daban frutos se llamaban “infelices”.

Siguiendo el hilo que me había llevado hasta la antigüedad, continué analizando el ideal de felicidad en su concepción antropológica y me remonto al descubrimiento de que al hombre del mundo antiguo le resultaba tan difícil ser feliz como al hombre actual. Ya decía Juvenal, poeta satírico romano que vivió en los años  67- 127 a.c. que el hombre feliz era más raro que un cuervo blanco.

Ese hombre del mundo antiguo anhelaba  la felicidad tanto como los que vivimos en el siglo XXI, y su necesidad de bienestar es común a toda la raza  humana. Tiene las mismas motivaciones que nosotros mismos, las mismas inquietudes para buscar la felicidad, pero vive en épocas más oscuras de la historia, posee menos comodidades, menos conocimientos, menos tecnología, una ciencia médica menos avanzada y por ello una menor esperanza de felicidad material si lo comparamos con la vida moderna. Posee además un fuerte temor religioso y escasa comprensión de los fenómenos naturales,  por lo que su búsqueda lo conduce más allá de la vida material, en el mundo espiritual.

Una vez que hemos intentado comprender un poco el sentir del hombre de la antigüedad, podemos darnos cuenta de la necesidad de la religión de consolar a esos hombres por su infelicidad, prometiéndoles una vida feliz en el más allá, contrapuesta al dolor de la vida material.

Es de notar que en la mayoría de las culturas o religiones la felicidad, inalcanzable en la vida real para el común de los hombres,  depende de la conexión del hombre con Dios, la resurrección, y la vida después de la muerte en el paraíso donde estaba garantizada la felicidad para los virtuosos y el infierno para los que infringían las leyes.

En las tres culturas madres de la civilización occidental existían versiones más o menos fieles al concepto judeo cristiano del  paraíso terrenal. y  se formulaban conceptos de la felicidad de ninguna manera rudimentarios, sino más bien todo lo contrario, bastante complejos y entrelazados con elementos míticos y religiosos.

En la antigua Grecia y  Egipto existían equivalentes paganos del jardín del edén, el cielo o el paraíso,  común al Judaísmo, al Cristianismo y el Islam. El paraíso de los mitos griegos eran los Campos Elíseos,  lugar donde las almas de los justos y guerreros heroicos vivían después de la muerte en paisajes verdes y floridos. Para los egipcios antiguos revestía gran importancia la inmortalidad del alma y para ello realizaban la momificación, a través de la cual se podía preservar el cuerpo del difunto para ser usado en la otra vida en los campos de Aaru, lugar paradisíaco donde reinaba Osiris y donde iría a morar tras la muerte el ka o alma del difunto.

Sin embargo, los habitantes de la región mesopotámica  eran pesimistas respecto a la vida en el más allá. Asirios, sumerios y babilónicos creían en la predestinación y temían a la muerte y a los espíritus malignos. Pensaban que los hombres habían sido creados a partir del barro con la única función de servir a los dioses y que después de la muerte el alma marchaba a una región de penumbras donde no existía ninguna clase de felicidad.

En otras culturas no menos importantes también existían lugares paradisíacos adonde iban a morar las almas después de la muerte. Para los nórdicos  el paraíso es el  Valhala, una fortaleza a la cual los guerreros o einherjer van tras morir en combate.  Para los islámicos es La Yanna. Para los aborígenes australianos Baralku o Bralgu.

En la milenaria cultura china existían ideas muy diferentes sobre la felicidad. El confucionismo insta al hombre a buscarla dentro de sí mismo a través del estudio y la introspección, los taoístas la hallan en la unión con el tao o energía universal indefinible, el budismo en la ausencia de deseos y en el nirvana, estado en el que ser, liberado del sufrimiento y la rueda reencarnacionista alcanza un estado de contemplación  espiritual. Este concepto es compartido por otras religiones, como el hinduismo y el jainismo.

Mientras las religiones conocidas como paganas exaltan los placeres de la vida material la religión católica en cambio los condena y sataniza. Sobre todo al placer carnal, condenándolo como  obra del maligno, en aras de la virginidad y la pureza. Y para consolar a los que sufren promete y la resurrección para los justos después del juicio final en el ansiado paraíso terrenal donde los seres humanos y animales vivirán para siempre en un estado total de felicidad mientras que los impíos se hundirán en el abismo de la segunda muerte, el Gehena bíblico.

En la cosmovisión ancestral de algunas culturas prehispánicas mesoamericanas también existían ideas acerca del paraíso y el inframundo. Entre los aztecas se practicaban sacrificios humanos debido a la  creencia de que la sangre humana era el alimento de los dioses, sin ella, Tonatiuh, dios sol no se movería del cielo y el tránsito celeste se vería interrumpido. Para conseguir víctimas, las ciudades aliadas de Technotitlán, Texcoco y Mayapán practicaban las guerras floridas, o sea guerras cuyo único objeto era tomar prisioneros que irían directo a la piedra de los sacrificios.  Pero lo interesante es que los aztecas consideraban un honor ser elegido ya que esto constituía un boleto de entrada a la región donde moraban los dioses. Mayas y aztecas creían que los guerreros muertos en batalla, los que habían sido sacrificados a los dioses y las mujeres muertas en el parto se ganaban un lugar en el jardín florido. Después de confesar sus pecados a Tlazoltéotl (la que come suciedad) y colocar en la boca del difunto una piedra de jade podría ingresar a la región celestial.

Los incas sin embargo, creían que existían tres mundos distintos creados por el Dios Viracocha, el de abajo o Uku Pacha o infierno, el Kay Pacha, mundo donde habitamos y el Hanan Pacha, similar al cielo cristiano, al que solo las personas justas podían entrar a través de un puente hecho de pelo.

Pero no todos los hombres se resignaron a la desdicha. Algunos cuyos anhelos felicitarios no estaban en el más allá sino en la riqueza material. Y cuya necesidad de asirse a algo más que el mundo espiritual para mitigar el dolor de la vida y el sufrimiento a que estamos sumidos los llevaron muchas veces a  cifrar sus esperanzas en la aventura.

Gran importancia revistieron a través de la historia los mitos de continentes perdidos como la Atlántida, descrita por Platón en Timeo  y Critias o Lemuria. Ciudades míticas llenas de riqueza como Cíbola, El dorado, y El país de Jauja alimentaron las esperanzas de intrépidos viajeros en busca de fortuna y felicidad.
En la búsqueda de la felicidad ha habido de todo, desde alquimistas medievales que buscaron la piedra filosofal que tenía el poder de convertir todos los metales en oro, hasta sabios que se empeñaron en encontrar la panacea universal que podía curar todas las enfermedades o la fuente de la eterna juventud que podía rejuvenecer y conceder vida eterna a quien bebiera de sus aguas.  

Esta búsqueda, esta necesidad humana de encontrar la felicidad  no escapó a los grandes pensadores y filósofos de todos los tiempos. Numerosas corrientes filosóficas se generaron a partir de la preocupación de estos hombres acerca del bienestar humano. Según diferentes opiniones se crearon escuelas de pensamiento que defendían diversos postulados.

Uno de ellos es el Hedonismo, doctrina filosófica basada en la búsqueda del placer y la supresión del dolor como objetivo primordial de la existencia humana. Esta doctrina formulada en la Grecia Antigua, fue desarrollada por la escuela cirenaica y los seguidores de Epicuro de Samos entre 341 y 270 a.c.
En contraposición a esta doctrina encontramos el estoicismo, cuyos postulados defienden la creencia de que la única felicidad posible es la del sabio virtuoso que consigue vivir en comunión con la naturaleza. Sócrates considera que se alcanza a través de la imperturbabilidad, es decir, del desapego de las emociones y los placeres. 

Los filósofos de la escuela cínica fundada en Grecia durante el siglo IV a. c postulaban que la felicidad se hallaba despreciando las riquezas, volviendo las espaldas a la civilización cuya forma de vida era considerada como en un mal en sí misma y siguiendo una vida frugal y natural.

Otro ejemplo es la doctrina filosófica del pesimismo que sostiene que vivimos en el peor de los mundos posibles, un mundo donde el dolor es perpetuo y nuestro destino es tratar de obtener lo que nunca tendremos.

En el campo de las ideas filosóficas las opiniones están divididas. Numerosos pensadores han compartido el ideal de una felicidad mística desde la dimensión religiosa y ultraterrena de la visión platónica. Como Plotino cuyo ideal se hallaba en la felicidad conseguida a través de la unión con el Uno, y San Agustín de Hipona que defendía una felicidad alcanzada a través de la fe y la virtud del hombre que lleva a Dios dentro de sí. Mientras Santo Tomás de Aquino sostiene que se llega a ella a través de la contemplación beatífica de Dios, y al llevar la vida de un santo, es decir vivir en amor constante. Otros han defendido el ideal de una felicidad intelectiva como la felicidad cartesiana que radica en la esencia espiritual del hombre o el amor intelectual de Dios de Espinoza Baruch, La felicidad racionalista de Kant alejada de todo principio religioso y cerca de la moral y la rectitud, y la felicidad ideal de Schopenhauer que se centra en la supresión de egoísmo y un sentido universal interhumano que anima toda justicia y amor.

Dentro de las ideas universales sobre la felicidad y el bienestar humano no faltan tampoco ciertas creencias metafísicas cuya visión muestra el planeta tierra como un mundo de expiación, donde vinimos a liberarnos de marañas infinitas de karma y solo podremos alcanzar la felicidad cuando reencarnemos en un mundo mejor o quizás aún cuando libres de todo pecado, seamos seres de luz o ángeles ascendidos y no tengamos ya necesidad alguna de reencarnar ni nada que depurar. Y según ciertas doctrinas espirituales relacionadas con la teosofía, el sufismo y las religiones brahmánicas de la India seamos absorbidos por aquello que identificamos como Dios, o sea el fin supremo estaría en la supresión total y definitiva de la individualidad y la unión eterna con lo divino.

A pesar de todo el interés filosófico, psicológico, sociológico, religioso o metafísico sobre el bienestar de la humanidad, el problema felicitario atañe también al hombre común, ateo o religioso, idealista o materialista, culto o inculto porque la búsqueda de la felicidad es una meta universal. Ya los grandes sabios se han preocupado de la felicidad del hombre como género pero somos nosotros mismos quienes debemos preocuparnos por nuestra felicidad particular.

Sócrates postula que la felicidad depende de nuestras propias decisiones y Nietzsche en sus tratados filosóficos afirma que el hombre centra sus esperanzas de felicidad en lo más raro y difícil de poseer, y fantasea en tener aquello que le falta. Y es precisamente eso lo que nos impide ser felices, nuestro ideal, nuestras fantasías, nuestros conceptos erróneos, nuestra creencia generalizada de que la felicidad depende de los bienes materiales, del poder, el status y de tener cada vez más y más.

Deberíamos recordar la historia del príncipe Sinaddharta Gautama que no podía sentirse feliz a pesar de poseer todo bien material que en su época podía un ser humano desear, era tan grande su insatisfacción que comenzó una búsqueda incesante de respuestas, a través del ascetismo y el ayuno, la peregrinación a muchos lugares distintos, siguiendo a diversos líderes espirituales  en un intento de comprender el porqué de su infelicidad, hasta que a través de la meditación  comprendió donde se hallaba la felicidad, convirtiéndose en Buda, o el iluminado. El príncipe convertido en profeta cuya doctrina filosófica es la raíz de la religión budista y sus numerosas escuelas.

Yo no estoy de acuerdo con el Budismo en el sentido de que la felicidad reside en la supresión radical de todo deseo  porque la naturaleza volitiva es parte intrínseca de la esencia humana. Ni comparto las doctrinas de los filósofos pesimistas, cínicos o estoicos.

Creo que la felicidad intelectual o religiosa puede ser la meta de los sabios idealistas o practicantes religiosos,  pero no compete a nosotros,  los de a pie, a los que no somos sabios, ni filosófos las grandes divagaciones existenciales, para nosotros lo más importante no es definirla ni argumentar qué és, sino en que consiste, lo más importante es vivirla.

 Como decía Alan Watts, un budista zen;   «No  debemos tratar de explicarnos la vida, debemos vivirla sin buscar más sentido  a la danza que  el  placer de bailar, pensando que todo fluye y que  nosotros no  somos  permanentes.

Porque para nosotros, seres comunes, la felicidad es algo mucho más simple, más alejado de los idealismos puros, de la felicidad intelectiva y espiritual, pero quizás más fantasioso, porque aunque no nos demos cuenta seguimos soñando a estas alturas de la vida que la felicidad está en casarse con el príncipe y vivir en el castillo, y por ello estamos condenados al sufrimiento. Aunque nos parezca imposible que aún podamos creer en estas cosas lo seguimos haciendo porque nuestra psique de manera inconsciente ha transformado ese príncipe azul de los cuentos infantiles en el hombre perfecto, el blanco corcel en el auto de lujo y al castillo real en la casa de nuestros sueños. Por eso no conseguimos ser felices, estamos influidos por la cultura, por la moda, las corrientes de ideas que se imponen, por nuestro espíritu gregario  y  somos nosotros mismos quienes alejamos a la felicidad de nuestras vidas, porque no nos conformamos nunca, siempre queremos más, queremos lo que no podemos tener. Estamos atrapados en un mundo materialista, en sociedades de consumo que nos alientan a comprar cada vez más bienes materiales, a competir entre nosotros mismos a ver quién tiene más, que nos enseña a valorar y juzgar a las personas según su riqueza.

Nosotros, seres perecederos que vivimos vidas efímeras tenemos que centrarnos en el aquí y el ahora. Debemos intentar ser felices, disfrutar de los momentos simples de la vida, pero sin centrarnos demasiado en ellos, so pena de sucumbir al vicio. No debemos ceder a la naturaleza humana cuyos deseos hiperbólicos solo nos pueden conducir al fracaso y la depresión. Ni mucho menos creer que podemos hallar la felicidad en la evasión de los problemas que nos agobian, refugiándonos  en los placeres efímeros, sucedáneos grises de la felicidad, como las drogas, el alcohol y otros vicios, porque solo conseguiremos después de tocar fondo, darnos cuenta de que los cantos de sirena nos llevaron por el camino equivocado en la vida.

La única felicidad posible está en la mesura, en moderación del deseo, en el equilibrio, en el ánimo reposado, en la espiritualidad y la ternura. En conformarnos con lo que nos toca vivir, pero también luchar para crecer y trascender, en asumir nuestra cuota de dolor, pero también luchar por nuestros sueños. Está en trazarnos metas que podemos alcanzar, en abrazar la vida, valorar lo que tenemos. Está en despojarnos de los rezagos infantiles, en madurar, en hacer de la búsqueda de la felicidad un acto consciente y no desistir de luchar por ella. En tratar de redimensionarnos en el mundo y replantearnos muchos conceptos heredados acerca del éxito, el triunfo, el status social, el poder y la importancia de la vida material.

La felicidad es una forma de vida, es no perder la alegría, no ser pesimistas. En no hacer caso a la célebre ley de Murphy, que es todo una doctrina pesimista en sí misma, sino en creernos felices, en asumir una actitud positiva, en creer que es posible conquistar esa felicidad porque por la ley de atracción atraemos todo lo bueno a nuestra vida si lo deseamos. La palabra tiene el don de atraer al plano material las cosas que nos afirmamos. Ese es el gran secreto.

Todo hombre tiene el deber de ser feliz o por lo menos intentarlo, porque  la felicidad es algo que compete al individuo en sí mismo más que a la sociedad como tal, porque cada cual es feliz a su manera, dependiendo de sus anhelos y deseos, de su espiritualidad y sus concepciones. Toda felicidad es única y diversa, según la visión individual. La felicidad es una búsqueda y toda búsqueda es personal.

Pero no tenemos idea acerca de dónde buscar y como decía Voltaire, el famoso filósofo y escritor francés Buscamos la felicidad, pero sin saber dónde, como los borrachos buscan su casa, sabiendo que tienen una.
Nos toca pues a nosotros, simples mortales, seres comunes que nos debatimos entre crisis existenciales y problemas cotidianos hacer nuestra búsqueda, pero el viaje tiene que ser a través de la individualidad y de la introversión,  es un viaje hacia el interior de uno mismo, como decía Hammarskjold.

La misma opinión es compartida por varios pensadores como Boecio, filósofo y estadista romano que vivió entre 480 y 524 d.c y  en aquellos tiempos tan remotos ya se preguntaba: ¿Por qué buscáis la felicidad, oh, mortales, fuera de vosotros mismos?

 El escritor uruguayo Constancio C. Vigil, asegura que quien busca la felicidad fuera de sí es como un caracol que caminara en busca de su casa.

El poeta chileno Pablo Neruda afirmó lo mismo a través de la frase: Algún día en cualquier parte, en cualquier lugar indefectiblemente te encontrarás a ti mismo, y ésa, sólo ésa, puede ser la más feliz o la más amarga de tus horas.

El escritor estadounidense Henry Van Dyke (1852-1933) cree que La felicidad es interior, no exterior; por lo tanto, no depende de lo que tenemos, sino de lo que somos.

Entonces debemos buscar dentro de nosotros mismos para descubrir la felicidad y ahí volvemos a toparnos con otro dilema universal, quizás más grande aún que el de hallar la felicidad, y es el problema más existencial de toda la raza humana, discernir quiénes somos, qué queremos y qué es aquello que nos hace felices en realidad. Y esto nos resulta extremadamente difícil porque a lo largo de la vida nos alejamos tanto de nuestra esencia, escuchamos consejos que nos apartan de nuestros sueños, estamos tan preocupados por la mirada ajena, que solo sabemos sentirnos bellos, realizados, exitosos si solo lo somos ante los ojos de otros, nos ocultamos bajo tantas máscaras que comúnmente olvidamos quienes somos.

Y si queremos encontrarnos a nosotros mismos tenemos que hurgar en lo más recóndito, dejar atrás el yo epidérmico y superficial y sumergirnos en las profundidades más puras de nuestra alma. En lo más primigenio y primordial: Nuestra infancia.  

Allí donde afirma la psicología que radican Las bases de la personalidad es hacia donde debemos dirigir nuestra búsqueda, es ahí donde reside nuestra verdadera esencia antes de que nos contamináramos con las opiniones de los otros, y sucumbiéramos al influjo de la mirada ajena, era allí dónde podíamos en verdad ser nosotros mismos sin subterfugios, sin necesidad de disimular, sin temor, sin máscaras.

Solo si miramos con sinceridad en nuestro interior podemos descubrir que aún seguimos siendo niños en el fondo de nuestros corazones. Y desde ahí,  desde esas ganas poéticas que nos entran muchas veces de bañarnos en los aguaceros, de caminar descalzos por la tierra húmeda, de retozar en la hierba, de hacer guirnaldas de flores, perseguir mariposas y subirnos a las azoteas que reprimimos en aras de la cordura y la madurez. Desde esa poesía, es desde donde deberíamos pretender alcanzar la felicidad.

Debemos pues escuchar a ese niño interior que es nuestro sabio más grande, escuchar el latido de la poesía en el alma del universo. Tomarnos el tiempo de oler las flores, contemplar las estrellas, colmarnos de luz de luna, respirar el aire lúcido de las mañanas, en fin, ir por la vida como ese niño que un día fuimos y no tomarla demasiado en serio como aquella célebre frase de Les Luthiers porque al fin y al cabo no saldremos vivos de ella.
Hakuana Matata. El rey León. Disney. Rossana Oliva Reinés

La felicidad debe conquistarse desde la actitud irreflexiva, desde la más hermosa inocencia, desde el amor más puro, desde la más franca camaradería. Por que ser feliz es una actitud. Debemos entonces regresar a ese estadío primordial del ego y asumir la  actitud de la felicidad, que debería ser la actitud de Hakuna Matata. Porque Hakuna matata no es frase carente de sentido, sino una expresión del idioma suajili  que se traduce como "no te angusties". Esta frase es considerada la variante africana de Carpe Diem y su traducción literal correspondería a "no hay problema" o tal vez también, Don´t worry, be happy, que transcribe la frase pronunciada en 1925 por el Avatar indio Meher Baba que fue inmortalizada por Bob Marley, leyenda del Reggae.  

Esta es el primer paso en el camino de la felicidad, (el nuestro, no el Jorge Bucay). Primero que nada buena actitud, y solo hace falta una cosa más, creerlo y no seguir pensando como todo el mundo, creyendo una de las frases más célebres sobre la felicidad, aquella de: “la felicidad no existe, solo existen momentos felices” que está en boca de todos porque definitivamente nunca podremos ser felices. La felicidad es como Santa Klaus, que para verlo es necesario creer en él.

Ante todo debemos creer, creer que la felicidad es algo que es fácil de alcanzar porque ya está dentro de nosotros mismos. Debemos conectar con nuestro yo, con el niño que habita dentro de nuestro interior, para conectar con la región feliz de nuestra alma. Aunque ya no creamos en los cuentos de hadas, aunque la amargura de la vida nos robara lo mejor, la inocencia, los sueños y la imaginación, no es tarde, aun podemos elegir ver el mundo desde los ojos de un niño. 

La felicidad - (c) - Rossana Asunción Oliva Reinés

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