La felicidad
No existe palabra con más acepciones;
cada uno la entiende a su manera.
Cecilia Bohl de Faber
Cuando era niña creía que la
felicidad radicaba en casarse con el príncipe, irse a vivir al castillo y comer
perdices. Este concepto extraído de los cuentos infantiles que comenzaban con la
magia del “Había una vez” y concluían con el clásico: “felices para siempre” me
hizo suponer que conseguir la felicidad era bastante sencillo, solo había que
derrotar a la bruja malvada, matar al ogro o destronar al usurpador. Tan fácil
era que no era necesario hacer nada. En mi rol femenino solo tendría que besar
a la rana o agitar un pañuelo por la ventana de la torre para denunciar mi
condición de damisela en apuros.
Después del S.O.S. de carácter
medieval como por arte de magia aparecería en mi auxilio el príncipe azul en su corcel para rescatarme y matar al dragón. Una vez hecho
esto, emprenderíamos el viaje a su reino
donde nos darían un gran recibimiento entre campanas de fiesta, pétalos de
flores y vítores de júbilo. Acto seguido tendría lugar la ceremonia de la boda
real, una gran fiesta con cantidades ingentes de cerveza y carne de ciervo asada
para todos los súbditos. (Y no hay que olvidar que para cualquier problema que
se presentara siempre podría contar con la ayuda invaluable de las hadas).
Cuando terminó la infancia con toda
su magia y comencé a vivir la etapa de la rebeldía adolescente comprendí que
ser feliz era algo muy difícil de conseguir, y que dependía de muchos factores
ajenos a mi voluntad. Era necesario que determinado muchacho se fijara en mí, ser
aceptada por un grupo de adolescentes crueles, obtener buenas calificaciones, y
finalmente que mis malvados padres me dejaran salir el fin de semana. (Aunque perduraba
en mí un tardío brote de fantasía al imaginar que era la cenicienta cuando tenía que realizar
labores domésticas para que me dejaran ir al baile.)
Una vez alcanzada la adultez y con
ella las responsabilidades y vicisitudes de la vida, abandoné todo concepto
fantástico y poético acerca de la felicidad, porque la vida real te arroja al rostro
un montón de situaciones en las que se nos obliga a poner los pies en la tierra
y abandonar los sueños. Entonces me di cuenta que la felicidad era tan
inalcanzable como las estrellas que aunque parecen tan cercanas por más que
extendamos las manos nunca las podremos ni siquiera rozar y los pequeños
retazos felices son tan raros como los cometas que surcan el espacio sideral
dejando tras de sí la estela de polvo cósmico del recuerdo y se te escapan con
la misma facilidad con que huye el agua entre las manos y es inútil intentar
retenerla
.
Hubo algunos momentos felices a lo
largo de mi vida, pero nunca reflexioné el respecto con hondura suficiente,
nunca tuve un ánimo propenso a los desvaríos filosóficos ni una actitud
derrotista ante la vida ni siquiera una fe religiosa que me llevara a
cuestionar el destino o la justicia divina. Por lo que nunca me esforcé
demasiado en tratar de definir la felicidad, ni siquiera en alcanzarla. Me
limité a tomar a vivir la vida como venía y aceptar lo que me brindaba siguiendo
mayoritariamente el buen consejo de la sabiduría popular con aquello de: “Lo
que te den, cógelo”.
Así fue hasta el día de hoy en que emprendí
la tarea de escribir un breve ensayo para el taller literario que dicta Modesto
Milanés. Elegí el tema de la felicidad creyendo que sería el más fácil de los
tres que nos fueron dados para la tarea, pero no fue hasta que comencé a
investigar que comprendí la dificultad que entraña intentar escribir sobre ella
porque aunque desde el principio del
tiempo ha sido cantada, poetizada, sacralizada, en ese maremágnum que es el
inmenso caudal de la cultura universal, descrita hasta la saciedad en un cúmulo
casi infinito de tratados filosóficos, y en montones de libros de auto ayuda o
lo que llama Gustavo Bueno en su libro “El mito de la felicidad” con un matiz
un tanto despectivo” Literatura de la felicidad”
La felicidad es difícil de
definir, al menos para los que no somos grandes pensadores, porque es un
concepto subjetivo y variable según los
cánones de cada cultura, cada sociedad e incluso cada individuo. En la mayoría
de los casos está ligada al éxito, la riqueza, el status social, la belleza
física, y el amor. Pero también depende de muchos factores, como pueden ser la
salud, la espiritualidad y los anhelos personales debido a lo cual ni siquiera
tenía idea acerca de cómo empezar.
Obedeciendo otra vez la sabiduría
popular me pregunté. ¿Por dónde le entra el agua al coco? Pues ¿Por dónde iba a
ser? Por la raíz. Y las raíces de las palabras solo se pueden encontrar en uno esos
mamotretos enormes y aburridos para mucha gente que son los diccionarios, en mi
opinión imprescindibles.
El Gran Diccionario Larousse de la
lengua española la define como el estado de ánimo de quien recibe de la vida
aquello que espera o desea; el sentimiento de satisfacción y alegría
experimentado ante la consecución de un bien o deseo y la falta de sucesos
desagradables en una acción.
EL mismo diccionario me ayuda a comenzar
en mi tarea de desentrañar el misterio de la susodicha palabreja a través de su
raíz etimológica: el latín felicitas,
que a su vez se deriva de felix o phoelis, que significa fértil o fecundo.
La felicidad como otros muchos
vocablos provenientes del latín tiene sus raíces en el mundo vegetal ya que los
romanos, herederos de la cultura griega en cuyos hermosos mitos proliferaron
divinidades de la naturaleza concedían al mundo agrícola vital importancia. En
este caso asimilaron la idea de la
fecundidad a la felicidad. Los antiguos poetas romanos hablaban del "arbor felix" para referirse a un árbol que daba muchos frutos mientras
Plinio decía que los arboles que no daban frutos se llamaban “infelices”.
Siguiendo el hilo que me había
llevado hasta la antigüedad, continué analizando el ideal de felicidad en su
concepción antropológica y me remonto al descubrimiento de que al hombre del
mundo antiguo le resultaba tan difícil ser feliz como al hombre actual. Ya
decía Juvenal, poeta satírico romano que vivió en los años 67- 127 a.c. que el hombre feliz era más raro
que un cuervo blanco.
Ese hombre del mundo antiguo anhelaba
la felicidad tanto como los que vivimos
en el siglo XXI, y su necesidad de bienestar es común a toda la raza humana. Tiene las mismas motivaciones que
nosotros mismos, las mismas inquietudes para buscar la felicidad, pero vive en
épocas más oscuras de la historia, posee menos comodidades, menos
conocimientos, menos tecnología, una ciencia médica menos avanzada y por ello
una menor esperanza de felicidad material si lo comparamos con la vida moderna.
Posee además un fuerte temor religioso y escasa comprensión de los fenómenos
naturales, por lo que su búsqueda lo
conduce más allá de la vida material, en el mundo espiritual.
Una vez que hemos intentado
comprender un poco el sentir del hombre de la antigüedad, podemos darnos cuenta
de la necesidad de la religión de consolar a esos hombres por su infelicidad, prometiéndoles
una vida feliz en el más allá, contrapuesta al dolor de la vida material.
Es de notar que en la mayoría de
las culturas o religiones la felicidad, inalcanzable en la vida real para el
común de los hombres, depende de la
conexión del hombre con Dios, la resurrección, y la vida después de la muerte
en el paraíso donde estaba garantizada la felicidad para los virtuosos y el
infierno para los que infringían las leyes.
En las tres culturas madres de la
civilización occidental existían versiones más o menos fieles al concepto judeo
cristiano del paraíso terrenal. y se formulaban conceptos de la felicidad de
ninguna manera rudimentarios, sino más bien todo lo contrario, bastante
complejos y entrelazados con elementos míticos y religiosos.
En la antigua Grecia y Egipto existían equivalentes paganos del jardín
del edén, el cielo o el paraíso, común
al Judaísmo, al Cristianismo y el Islam. El paraíso de los mitos griegos eran
los Campos Elíseos, lugar donde las
almas de los justos y guerreros heroicos vivían después de la muerte en
paisajes verdes y floridos. Para los egipcios antiguos revestía gran
importancia la inmortalidad del alma y para ello realizaban la momificación, a
través de la cual se podía preservar el cuerpo del difunto para ser usado en la
otra vida en los campos de Aaru, lugar paradisíaco donde reinaba Osiris y donde
iría a morar tras la muerte el ka o alma del difunto.
Sin embargo, los habitantes de la
región mesopotámica eran pesimistas
respecto a la vida en el más allá. Asirios, sumerios y babilónicos creían en la
predestinación y temían a la muerte y a los espíritus malignos. Pensaban que
los hombres habían sido creados a partir del barro con la única función de
servir a los dioses y que después de la muerte el alma marchaba a una región de
penumbras donde no existía ninguna clase de felicidad.
En otras culturas no menos
importantes también existían lugares paradisíacos adonde iban a morar las almas
después de la muerte. Para los nórdicos el
paraíso es el Valhala, una fortaleza a
la cual los guerreros o einherjer van tras morir en combate. Para los islámicos es La Yanna. Para los
aborígenes australianos Baralku o Bralgu.
En la milenaria cultura china existían
ideas muy diferentes sobre la felicidad. El confucionismo insta al hombre a
buscarla dentro de sí mismo a través del estudio y la introspección, los
taoístas la hallan en la unión con el tao o energía universal indefinible, el
budismo en la ausencia de deseos y en el nirvana, estado en el que ser,
liberado del sufrimiento y la rueda reencarnacionista alcanza un estado de
contemplación espiritual. Este concepto es
compartido por otras religiones, como el hinduismo y el jainismo.
Mientras las religiones conocidas
como paganas exaltan los placeres de la vida material la religión católica en
cambio los condena y sataniza. Sobre todo al placer carnal, condenándolo
como obra del maligno, en aras de la
virginidad y la pureza. Y para consolar a los que sufren promete y la resurrección
para los justos después del juicio final en el ansiado paraíso terrenal donde
los seres humanos y animales vivirán para siempre en un estado total de
felicidad mientras que los impíos se hundirán en el abismo de la segunda
muerte, el Gehena bíblico.
En la cosmovisión ancestral de
algunas culturas prehispánicas mesoamericanas también existían ideas acerca del
paraíso y el inframundo. Entre los aztecas se practicaban sacrificios humanos
debido a la creencia de que la sangre humana
era el alimento de los dioses, sin ella, Tonatiuh, dios sol no se movería del
cielo y el tránsito celeste se vería interrumpido. Para conseguir víctimas, las
ciudades aliadas de Technotitlán, Texcoco y Mayapán practicaban las guerras
floridas, o sea guerras cuyo único objeto era tomar prisioneros que irían
directo a la piedra de los sacrificios. Pero lo interesante es que los aztecas
consideraban un honor ser elegido ya que esto constituía un boleto de entrada a
la región donde moraban los dioses. Mayas y aztecas creían que los guerreros
muertos en batalla, los que habían sido sacrificados a los dioses y las mujeres
muertas en el parto se ganaban un lugar en el jardín florido. Después de
confesar sus pecados a Tlazoltéotl (la que come suciedad) y colocar en la boca
del difunto una piedra de jade podría ingresar a la región celestial.
Los incas sin embargo, creían que
existían tres mundos distintos creados por el Dios Viracocha, el de abajo o Uku
Pacha o infierno, el Kay Pacha, mundo donde habitamos y el Hanan Pacha, similar
al cielo cristiano, al que solo las personas justas podían entrar a través de
un puente hecho de pelo.
Pero no todos los hombres se
resignaron a la desdicha. Algunos cuyos anhelos felicitarios no estaban en el
más allá sino en la riqueza material. Y cuya necesidad de asirse a algo más que
el mundo espiritual para mitigar el dolor de la vida y el sufrimiento a que
estamos sumidos los llevaron muchas veces a cifrar sus esperanzas en la aventura.
Gran importancia revistieron a
través de la historia los mitos de continentes perdidos como la Atlántida,
descrita por Platón en Timeo y Critias o
Lemuria. Ciudades míticas llenas de riqueza como Cíbola, El dorado, y El país
de Jauja alimentaron las esperanzas de intrépidos viajeros en busca de fortuna
y felicidad.
En la búsqueda de la felicidad ha
habido de todo, desde alquimistas medievales que buscaron la piedra filosofal
que tenía el poder de convertir todos los metales en oro, hasta sabios que se
empeñaron en encontrar la panacea universal que podía curar todas las
enfermedades o la fuente de la eterna juventud que podía rejuvenecer y conceder
vida eterna a quien bebiera de sus aguas.
Esta búsqueda, esta necesidad
humana de encontrar la felicidad no
escapó a los grandes pensadores y filósofos de todos los tiempos. Numerosas
corrientes filosóficas se generaron a partir de la preocupación de estos
hombres acerca del bienestar humano. Según diferentes opiniones se crearon
escuelas de pensamiento que defendían diversos postulados.
Uno de ellos es el Hedonismo,
doctrina filosófica basada en la búsqueda del placer y la supresión del dolor
como objetivo primordial de la existencia humana. Esta doctrina formulada en la
Grecia Antigua, fue desarrollada por la escuela cirenaica y los seguidores de Epicuro
de Samos entre 341 y 270 a.c.
En contraposición a esta doctrina
encontramos el estoicismo, cuyos postulados defienden la creencia de que la única
felicidad posible es la del sabio virtuoso que consigue vivir en comunión con
la naturaleza. Sócrates considera que se alcanza a través de la
imperturbabilidad, es decir, del desapego de las emociones y los placeres.
Los filósofos de la escuela cínica
fundada en Grecia durante el siglo IV a. c postulaban que la felicidad se
hallaba despreciando las riquezas, volviendo las espaldas a la civilización
cuya forma de vida era considerada como en un mal en sí misma y siguiendo una
vida frugal y natural.
Otro ejemplo es la doctrina
filosófica del pesimismo que sostiene que vivimos en el peor de los mundos
posibles, un mundo donde el dolor es perpetuo y nuestro destino es tratar de
obtener lo que nunca tendremos.
En el campo de las ideas filosóficas
las opiniones están divididas. Numerosos pensadores han compartido el ideal de
una felicidad mística desde la dimensión religiosa y ultraterrena de la visión platónica.
Como Plotino cuyo ideal se hallaba en la felicidad conseguida a través de la
unión con el Uno, y San Agustín de Hipona que defendía una felicidad alcanzada
a través de la fe y la virtud del hombre que lleva a Dios dentro de sí. Mientras
Santo Tomás de Aquino sostiene que se llega a ella a través de la contemplación
beatífica de Dios, y al llevar la vida de un santo, es decir vivir en amor
constante. Otros han defendido el ideal de una felicidad intelectiva como la
felicidad cartesiana que radica en la esencia espiritual del hombre o el amor
intelectual de Dios de Espinoza Baruch, La felicidad racionalista de Kant
alejada de todo principio religioso y cerca de la moral y la rectitud, y la
felicidad ideal de Schopenhauer que se centra en la supresión de egoísmo y un
sentido universal interhumano que anima toda justicia y amor.
Dentro de las ideas universales
sobre la felicidad y el bienestar humano no faltan tampoco ciertas creencias
metafísicas cuya visión muestra el planeta tierra como un mundo de expiación,
donde vinimos a liberarnos de marañas infinitas de karma y solo podremos
alcanzar la felicidad cuando reencarnemos en un mundo mejor o quizás aún cuando
libres de todo pecado, seamos seres de luz o ángeles ascendidos y no tengamos
ya necesidad alguna de reencarnar ni nada que depurar. Y según ciertas
doctrinas espirituales relacionadas con la teosofía, el sufismo y las
religiones brahmánicas de la India seamos absorbidos por aquello que
identificamos como Dios, o sea el fin supremo estaría en la supresión total y
definitiva de la individualidad y la unión eterna con lo divino.
A pesar de todo el interés
filosófico, psicológico, sociológico, religioso o metafísico sobre el bienestar
de la humanidad, el problema felicitario atañe también al hombre común, ateo o
religioso, idealista o materialista, culto o inculto porque la búsqueda de la
felicidad es una meta universal. Ya los grandes sabios se han preocupado de la
felicidad del hombre como género pero somos nosotros mismos quienes debemos
preocuparnos por nuestra felicidad particular.
Sócrates postula que la felicidad
depende de nuestras propias decisiones y Nietzsche en sus tratados filosóficos
afirma que el hombre centra sus esperanzas de felicidad en lo más raro y
difícil de poseer, y fantasea en tener aquello que le falta. Y es precisamente
eso lo que nos impide ser felices, nuestro ideal, nuestras fantasías, nuestros
conceptos erróneos, nuestra creencia generalizada de que la felicidad depende
de los bienes materiales, del poder, el status y de tener cada vez más y más.
Deberíamos recordar la historia del
príncipe Sinaddharta Gautama que no podía sentirse feliz a pesar de poseer todo
bien material que en su época podía un ser humano desear, era tan grande su
insatisfacción que comenzó una búsqueda incesante de respuestas, a través del
ascetismo y el ayuno, la peregrinación a muchos lugares distintos, siguiendo a
diversos líderes espirituales en un
intento de comprender el porqué de su infelicidad, hasta que a través de la
meditación comprendió donde se hallaba
la felicidad, convirtiéndose en Buda, o el iluminado. El príncipe convertido en
profeta cuya doctrina filosófica es la raíz de la religión budista y sus
numerosas escuelas.
Yo no estoy de acuerdo con el
Budismo en el sentido de que la felicidad reside en la supresión radical de
todo deseo porque la naturaleza volitiva
es parte intrínseca de la esencia humana. Ni comparto las doctrinas de los filósofos
pesimistas, cínicos o estoicos.
Creo que la felicidad intelectual o
religiosa puede ser la meta de los sabios idealistas o practicantes
religiosos, pero no compete a
nosotros, los de a pie, a los que no
somos sabios, ni filosófos las grandes divagaciones existenciales, para
nosotros lo más importante no es definirla ni argumentar qué és, sino en que
consiste, lo más importante es vivirla.
Como decía Alan Watts, un budista zen; «No
debemos tratar de explicarnos la vida, debemos vivirla sin buscar más
sentido a la danza que el
placer de bailar, pensando que todo fluye y que nosotros no
somos permanentes.
Porque para nosotros, seres
comunes, la felicidad es algo mucho más simple, más alejado de los idealismos
puros, de la felicidad intelectiva y espiritual, pero quizás más fantasioso,
porque aunque no nos demos cuenta seguimos soñando a estas alturas de la vida
que la felicidad está en casarse con el príncipe y vivir en el castillo, y por
ello estamos condenados al sufrimiento. Aunque nos parezca imposible que aún
podamos creer en estas cosas lo seguimos haciendo porque nuestra psique de
manera inconsciente ha transformado ese príncipe azul de los cuentos infantiles
en el hombre perfecto, el blanco corcel en el auto de lujo y al castillo real
en la casa de nuestros sueños. Por eso no conseguimos ser felices, estamos
influidos por la cultura, por la moda, las corrientes de ideas que se imponen,
por nuestro espíritu gregario y somos nosotros mismos quienes alejamos a la
felicidad de nuestras vidas, porque no nos conformamos nunca, siempre queremos
más, queremos lo que no podemos tener. Estamos atrapados en un mundo
materialista, en sociedades de consumo que nos alientan a comprar cada vez más
bienes materiales, a competir entre nosotros mismos a ver quién tiene más, que
nos enseña a valorar y juzgar a las personas según su riqueza.
Nosotros, seres perecederos que
vivimos vidas efímeras tenemos que centrarnos en el aquí y el ahora. Debemos
intentar ser felices, disfrutar de los momentos simples de la vida, pero sin
centrarnos demasiado en ellos, so pena de sucumbir al vicio. No debemos ceder a
la naturaleza humana cuyos deseos hiperbólicos solo nos pueden conducir al
fracaso y la depresión. Ni mucho menos creer que podemos hallar la felicidad en
la evasión de los problemas que nos agobian, refugiándonos en los placeres efímeros, sucedáneos grises de
la felicidad, como las drogas, el alcohol y otros vicios, porque solo
conseguiremos después de tocar fondo, darnos cuenta de que los cantos de sirena
nos llevaron por el camino equivocado en la vida.
La única felicidad posible está en
la mesura, en moderación del deseo, en el equilibrio, en el ánimo reposado, en
la espiritualidad y la ternura. En conformarnos con lo que nos toca vivir, pero
también luchar para crecer y trascender, en asumir nuestra cuota de dolor, pero
también luchar por nuestros sueños. Está en trazarnos metas que podemos
alcanzar, en abrazar la vida, valorar lo que tenemos. Está en despojarnos de
los rezagos infantiles, en madurar, en hacer de la búsqueda de la felicidad un
acto consciente y no desistir de luchar por ella. En tratar de redimensionarnos
en el mundo y replantearnos muchos conceptos heredados acerca del éxito, el
triunfo, el status social, el poder y la importancia de la vida material.
La felicidad es una forma de vida,
es no perder la alegría, no ser pesimistas. En no hacer caso a la célebre ley
de Murphy, que es todo una doctrina pesimista en sí misma, sino en creernos felices,
en asumir una actitud positiva, en creer que es posible conquistar esa
felicidad porque por la ley de atracción atraemos todo lo bueno a nuestra vida
si lo deseamos. La palabra tiene el don de atraer al plano material las cosas
que nos afirmamos. Ese es el gran secreto.
Todo hombre tiene el deber de ser
feliz o por lo menos intentarlo, porque la
felicidad es algo que compete al individuo en sí mismo más que a la sociedad
como tal, porque cada cual es feliz a su manera, dependiendo de sus anhelos y
deseos, de su espiritualidad y sus concepciones. Toda felicidad es única y
diversa, según la visión individual. La felicidad es una búsqueda y toda
búsqueda es personal.
Pero no tenemos idea acerca de
dónde buscar y como decía Voltaire, el famoso filósofo y escritor francés
Buscamos la felicidad, pero sin saber dónde, como los borrachos buscan su casa,
sabiendo que tienen una.
Nos toca pues a nosotros, simples
mortales, seres comunes que nos debatimos entre crisis existenciales y
problemas cotidianos hacer nuestra búsqueda, pero el viaje tiene que ser a
través de la individualidad y de la introversión, es un viaje hacia el interior de uno mismo,
como decía Hammarskjold.
La misma opinión es compartida por
varios pensadores como Boecio, filósofo y estadista romano que vivió entre 480
y 524 d.c y en aquellos tiempos tan
remotos ya se preguntaba: ¿Por qué buscáis la felicidad, oh, mortales, fuera de
vosotros mismos?
El poeta chileno Pablo Neruda
afirmó lo mismo a través de la frase: Algún día en cualquier parte, en
cualquier lugar indefectiblemente te encontrarás a ti mismo, y ésa, sólo ésa,
puede ser la más feliz o la más amarga de tus horas.
El escritor estadounidense Henry
Van Dyke (1852-1933) cree que La felicidad es interior, no exterior; por lo
tanto, no depende de lo que tenemos, sino de lo que somos.
Entonces debemos buscar dentro de
nosotros mismos para descubrir la felicidad y ahí volvemos a toparnos con otro
dilema universal, quizás más grande aún que el de hallar la felicidad, y es el
problema más existencial de toda la raza humana, discernir quiénes somos, qué
queremos y qué es aquello que nos hace felices en realidad. Y esto nos resulta
extremadamente difícil porque a lo largo de la vida nos alejamos tanto de
nuestra esencia, escuchamos consejos que nos apartan de nuestros sueños,
estamos tan preocupados por la mirada ajena, que solo sabemos sentirnos bellos,
realizados, exitosos si solo lo somos ante los ojos de otros, nos ocultamos
bajo tantas máscaras que comúnmente olvidamos quienes somos.
Y si queremos encontrarnos a
nosotros mismos tenemos que hurgar en lo más recóndito, dejar atrás el yo
epidérmico y superficial y sumergirnos en las profundidades más puras de
nuestra alma. En lo más primigenio y primordial: Nuestra infancia.
Allí donde afirma la psicología que
radican Las bases de la personalidad es hacia donde debemos dirigir nuestra
búsqueda, es ahí donde reside nuestra verdadera esencia antes de que nos contamináramos
con las opiniones de los otros, y sucumbiéramos al influjo de la mirada ajena,
era allí dónde podíamos en verdad ser nosotros mismos sin subterfugios, sin
necesidad de disimular, sin temor, sin máscaras.
Solo si miramos con sinceridad en
nuestro interior podemos descubrir que aún seguimos siendo niños en el fondo de
nuestros corazones. Y desde ahí, desde
esas ganas poéticas que nos entran muchas veces de bañarnos en los aguaceros,
de caminar descalzos por la tierra húmeda, de retozar en la hierba, de hacer
guirnaldas de flores, perseguir mariposas y subirnos a las azoteas que
reprimimos en aras de la cordura y la madurez. Desde esa poesía, es desde donde
deberíamos pretender alcanzar la felicidad.
Debemos pues escuchar a ese niño
interior que es nuestro sabio más grande, escuchar el latido de la poesía en el
alma del universo. Tomarnos el tiempo de oler las flores, contemplar las
estrellas, colmarnos de luz de luna, respirar el aire lúcido de las mañanas, en
fin, ir por la vida como ese niño que un día fuimos y no tomarla demasiado en
serio como aquella célebre frase de Les Luthiers porque al fin y al cabo no
saldremos vivos de ella.
La felicidad debe conquistarse
desde la actitud irreflexiva, desde la más hermosa inocencia, desde el amor más
puro, desde la más franca camaradería. Por que ser feliz es una actitud.
Debemos entonces regresar a ese estadío primordial del ego y asumir la actitud de la felicidad, que debería ser la
actitud de Hakuna Matata. Porque Hakuna matata no es frase carente de sentido,
sino una expresión del idioma suajili
que se traduce como "no te angusties". Esta frase es
considerada la variante africana de Carpe Diem y su traducción literal correspondería
a "no hay problema" o tal vez también, Don´t worry, be happy, que
transcribe la frase pronunciada en 1925 por el Avatar indio Meher Baba que fue
inmortalizada por Bob Marley, leyenda del Reggae.
Esta es el primer paso en el camino
de la felicidad, (el nuestro, no el Jorge Bucay). Primero que nada buena
actitud, y solo hace falta una cosa más, creerlo y no seguir pensando como todo
el mundo, creyendo una de las frases más célebres sobre la felicidad, aquella
de: “la felicidad no existe, solo existen momentos felices” que está en boca de
todos porque definitivamente nunca podremos ser felices. La felicidad es como
Santa Klaus, que para verlo es necesario creer en él.
Ante todo debemos creer, creer que
la felicidad es algo que es fácil de alcanzar porque ya está dentro de nosotros
mismos. Debemos conectar con nuestro yo, con el niño que habita dentro de
nuestro interior, para conectar con la región feliz de nuestra alma. Aunque ya
no creamos en los cuentos de hadas, aunque la amargura de la vida nos robara lo
mejor, la inocencia, los sueños y la imaginación, no es tarde, aun podemos
elegir ver el mundo desde los ojos de un niño.
No hay comentarios :
Publicar un comentario